viernes, 26 de noviembre de 2010

Primer capítulo



CAMBIANDO DE VIDA  
  

Esta historia comenzó, en la fábrica de Biscottes Recondo, en Irún, un siete de julio, San Fermín, día en el que los locos y los aventurados se situan frente a los toros. Ese día comencé, junto a mi socia, a materializar la idea que acariciaba desde hacía años: construir un velero y vivir de una forma diferente de la convencional. Ese día coloqué las primeras tablas de un sueño que terminaría siendo el JoTaKe.

A este primer día lo siguieron cuatro años sin sábados, domingos, fiestas ni vacaciones. Robaba tiempo a las demás actividades. Esos días robados transcurrían en jornadas de veinte horas de trabajo. A los veranos pasados bajo un achicharrante invernadero de plástico, en los que el catalizador de resina se mezclaba con el sudor, se sucedían inviernos en los que el manto de nieve cubría por completo la cubierta del velero, y era necesario calentar la resina con un soplete para que llegara a catalizar.


Para alcanzar un resultado homogéneo, la habilidad manual y la imaginación hubieron de aunarse con materiales de la más diversa naturaleza: maderas arrojadas por la mar enfurecida sobre las rocas del faro de Higuer sirvieron para construir las cuadernas; materiales de deshecho de algunas fábricas se utilizaron para hacer muebles; trozos de hierro de cierta abandonada vía férrea, mezclados con cemento, constituyeron el lastre y rellenaron la quilla; tablas de contrachapado de los embalajes de maquinaria se convirtieron en literas.

El motor fue recuperado de un accidentado camión de reparto y marinizado. Como guinda del pastel, dos pinos que crecían en los aledaños de Peñas de Haya se transformaron en los mástiles del velero, que luego aguantarían unas velas fabricadas con lona de cubrir camiones y nos llevarían, en una primera etapa, hasta el río más grande del mundo, el Amazonas.

Mientras el velero iba poco a poco alcanzando la madurez, algunos me llamaban "el loco que construye un velero", otros me tachaban de ignorante, y hubo incluso algunos que hicieron apuestas sobre si el barco llegaría a flotar. Pero por fin, en la naciente primavera del año 1983, el resultado de tanto esfuerzo abandonó la fábrica de Biscottes Recondo y se trasladó a Hondarribia, a cobrar vida propia y a mecerse por primera vez en los brazos del mar Cantábrico.

Fue, inenarrable la satisfacción que nos produjo el verlo flotar sobre sus diseñadas líneas, soñadas y maduradas durante tanto tiempo, dibujadas, borradas y mil veces redibujadas. El velero sería nuestra casa, nuestro refugio, nuestro medio de transporte y de vida en la aventura que se ocultaba en el horizonte. Comprobaríamos mas tarde que además estaba bien dimensionado, era ágil y complaciente con todo lo que se le exigía -a veces, demasiado complaciente- y formaba, por ello, un bloque de sólida seguridad.

Poco a poco, fuimos trasladando al velero los enseres que considerábamos necesarios, y acomodándolos al reducido espacio de que disponíamos. Todo debía ser imprescindible, tener un lugar propio y estar firmemente sujeto.

Construir el velero había sido duro, pero quedaba lo más difícil: largar amarras. Antes del día en el que se tiene que tomar una decisión así, muy pocos perciben la tela de araña que los sujeta firmemente; no reparan en la infinidad de pequeños hilos que los atan a la civilización de consumo.

Para Mayi y para mí, la tela de araña se rompió un día de verano, soleado y con viento favorable. Prevenidos unos pocos, los más allegados, zarpamos de la desembocadura del Bidasoa rumbo a lo desconocido, con mil dólares como todo haber en el bolsillo, y con dos niños, de ocho y nueve años. Delante estaba la mar, la aventura, la inseguridad; detrás quedaba la familia, la casa, las comodidades, la seguridad de un tipo de vida en el que se conoce la solución de cada problema.

En la cornisa cantábrica el viento no nos fue demasiado favorable; pero no nos desanimamos. El pequeño motor Perkins del camión de reparto nos empujaba hacia el oeste.

Durante la navegación, Urko, el mayor, intentaba engañar a los peces y casi nunca lo lograba. Y, al igual que un ser vivo, el velero también reclamaba desde el comienzo su parte de atención. Como para recordárnoslo, se rompió un codo elástico del escape del motor, y hubo que fondear en una preciosa cala de Asturias para repararlo.

Pero hasta que llegamos al Club Náutico de la Coruña no iniciamos realmente nuestra adaptación a la nueva forma de vida. Allí encontramos una docena de veleros con ropa tendida entre las jarcias. La imagen denotaba que había vida a bordo, aunque en la mayoría de los casos eso ocurriera nada más que durante el período estival. Al día siguiente, también el JoTaKe parecía haberse convertido en una lavandería. No había jarcia firme ni de labor que no soportara, su correspondiente porción de ropa.

Fue rumbo a Portugal cuando sentimos por fin el placer de navegar a todo trapo: tras doblar el cabo Ortegal, en una jornada hicimos 180 millas con viento en popa. Y al doblar cabo Villano, ya al rumbo 180, sentimos que habíamos despegado definitivamente de nuestra tierra.

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