Abejas asesinas muertas sobre el casco
Una navegación placentera: en cuatro horas habríamos llegado. El velero navegaba viento en popa, con el génova atangonado por estribor y la mayor bien embolsada por babor. El viento de fuerza cuatro, unos veinticinco kilómetros por hora, impulsaba el velero a una velocidad de seis nudos. La mar tenía la piel arrugada: había borreguillos del alisio por todo, pero con el viento por popa, parecía que estos hubieran desaparecido.
Navegábamos paralelos a la costa a unas diez millas de distancia. Los cocoteros se divisaban a lo lejos formando una tenue línea bajo un cielo azul con nubes como bigotes blancos… La costa en el nordeste de Brasil no tiene ningún relieve apreciable, y sin embargo hay que navegar bien lejos de la costa porque cerca hay muy poco fondo. Nos parecía que la tierra pareciera querer llegar cada vez más lejos.
De vez en cuando esa línea se interrumpía con un claro: eran enormes dunas de arena blanquísima. Los del velero las aprovechábamos, en las escalas, para "esquiar" sobre planchas de madera enceradas.
-- Mira, una abeja,-- exclamé.
-- Estaría entre las flores, adentro-- respondió Mayi mi mujer.
-- Pues en buen sitio se le ocurre salir, porque para ir a tierra tiene que volar un buen rato.
Pero la abeja que acabábamos de ver no salía del velero sino que llegaba acompañada de toda su colmena.
En un rato se amontonaron tantas sobre la bañera del velero que oscurecieron el sol.
Poco a poco se fueron colgando del balcón de popa, a escasos dos metros de donde nos hallábamos sentados, formando algo semejante a una enorme pompa de jabón, del tamaño de un balón de baloncesto, atado por arriba, que parecía a punto de descolgarse. Entonces recordamos con terror lo que contaban los diarios acerca de las abejas asesinas del Brasil, que agrupadas en agresivas colmenas, eran capaces de acabar en pocos minutos con la vida de un caballo.
No había para dónde escapar a más de doce metros (la eslora del barco), ni, por supuesto, queríamos abandonar el barco para dejar sitio a las abejas. Estábamos en medio de nada.
Cualquier movimiento rápido en la bañera, era respondido inmediatamente por cuatro o cinco picotazos de abejas camicaces a las que parecía no importarles saber que morirían en su empeño.
Mayi introdujo los niños, Urko y Zigor, dentro de la cabina del velero armados con un bote de Baigón.
--Si nos pasa algo grave, ya entendéis-- les dijo-- tierra esta hacia el sur, encalláis el barco en la playa y pedís que la autoridad os lleve a la Embajada más próxima--. Asintieron con la cabeza, haciéndose cargo de la situación pues desde pequeñitos les hacíamos participar en todo cuanto se hacía y decidía a bordo, y ahora nuestras caras no dejaban lugar a dudas: la situación era muy grave.
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Cercados por el zumbido de la colmena a nuestro alrededor nos abrigamos como pudimos, muy muy despacio. Parecíamos espantapájaros. A nuestro atuendo añadimos una manta que colocamos sobre nosotros, cual tienda de campaña india. De vez en cuando alguna se colaba dentro del refugio. Nos defendíamos como podíamos de los intrusos. Pero sin escapatoria, terminaban picándonos.
Tal como recordábamos haber visto a un amigo apicultor, hicimos humo y tratamos de colocarlo bajo el enjambre, pero no obtuvimos resultado positivo pues el viento arrancó y disipó de nuestras manos el humo que conseguimos hacer.
Las rociamos con gasoil, que sacamos con infinita lentitud del motor, pero el efecto parecía contraproducente pues nos atacaban con inusitada furia renovada.
Mientras, observamos con incredulidad, cómo el chinchorro que arrastrábamos por popa por haber previsto una travesía corta y cómoda, se iba hundiendo por el agua que le entraba por el pozo de orza que era más bajo que la borda. Nos era imposible movernos para achicarlo. Inexorablemente el pequeño bote auxiliar se nos iba llenando de agua hasta los bordes, ante la imposibilidad de hacer algún movimiento para impedirlo. La estela del velero quedó marcada por los remos, la orza y el achicador ahora inservible. El mástil que hasta hacía unos minutos descansaba en el fondo del bote-velero esperando ser puesto en vertical para trabajar en cualquier momento, también había quedado atrás como marcando el camino por donde había pasado el JoTaKe, y tarde o temprano, como cualquier objeto que flote en la mar, irían a descansar a alguna perdida playa.
Angustiados, no podíamos dejar de mirar el cabo de remolque del bote, esperando que reventara de un momento a otro. Lleno de agua el bote pesaba más de mil kilos.
Con el viento en popa, y el bote a remolque como ancla flotante, el velero quedó casi parado, el viento pareció aumentar de repente, y las olas nos parecieron mucho más grandes.
Nunca hubiéramos imaginado que un placentero y corto recorrido de sesenta millas, fuera a convertirse en esta horrenda pesadilla.
En un desesperado intento, casi suicida, dimos una rápida rociada de insecticida a la enorme pelota que ya medía sesenta centímetros de diámetro por casi un metro de altura. El efecto fue como si le hubieran dado una patada al balón pues las abejas de la periferia abandonaron furiosas la pelota y nos atacaron a diestra y siniestra, mientras los "campistas" nos encerrábamos en nuestra tienda, a cal y canto. El zumbido era aterrador.
Transcurridos unos minutos que nos parecieron horas y cuando el ronroneo parecía haber menguado, nos atrevimos a atisbar por una hendidura, entre los pliegues de la manta. Sobre la cubierta había varios centenares de abejas muertas, y debían de haber muerto varios miles más que el viento ya había barrido hacia el mar.
-- Esta es la solución, dales otro bombazo-- dijo Mayi.
Así, tras rociarlas hasta el cansancio, y después de una hora que duró más que un siglo, conseguimos deshacernos del enjambre de abejas asesinas que pretendían tomar posesión de una nueva isla.
Salimos de la manta, como quien sale de la sauna, empapados de sudor por el calor y agotados por la tensión nerviosa. Estábamos irreconocibles con la cara y los brazos hinchados de tantas picaduras, pero para los niños, que abrían el tambucho de entrada de la cabina éramos los padres más maravillosos del mundo. Urko y Zigor nos abrazaron locos de contento. La vida volvía a comenzar, el mundo volvía a sonreír.
Ya con la situación bajo control podíamos dedicarnos a recuperar el chinchorro que, milagrosamente, no había reventado el cabo de remolque que lo unía al velero como un cordón umbilical y venía totalmente sumergido, manteniéndose a flote, con la borda a ras de agua, sólo por los departamentos estancos de proa y popa.
La operación no era sencilla pero ahora nos podíamos mover a nuestro antojo. Arriamos la vela génova para disminuir aún más el poco andar del barco y poder arrimar el bote al costado sin que tirara demasiado.
Mantuvimos la mayor izada con el objeto de poder gobernar el barco popa a las olas y llegar a maniobrar si fuera necesario. Por otro lado, la vela izada venía bien para amortiguar el bamboleo transversal del velero.
Cuando el bote llegó a la popa del JoTaKe, largamos la mayor, nos atravesamos a la mar y tratamos de acercar el bote que pesaba como mil demonios, al costado del barco. En el último momento me deslicé al agua por el cabo de remolque para reforzarlo con otro más grueso. A bordo de nuevo, con la driza de la mayor reenviada a un winch (maquinilla) comenzamos a izar poco a poco el bote para que se fuera vaciando de agua. Una vez achicado y aligerado su peso, comenzamos la operación nada fácil de subirlo a bordo.
A cada bandazo, mientras lo izábamos poco a poco, colgado de una driza del tope de palo, el bote se alejaba dos o tres metros del velero y en un movimiento de vaivén, volvía con fuerza renovada, contra el casco. En el último bandazo, ya casi a nivel de la cubierta, el bote chocó brutalmente contra la barandilla y la hizo pedazos. Pero segundos después, largada la driza, el chinchorro descansaba sobre la cubierta del velero.
Y así, al cabo de mucho trabajo, algunos rasguños y moretones y con los cuerpos hinchados por las picaduras, dimos por terminado el incidente que podía habernos costado la vida.
Pero esta era la vida que habíamos elegido sólo unos años antes, cuando apenas podíamos sospechar que llegaríamos a correr semejantes riesgos.